Dos veranos. Antonio García Barbeito.

Me maravilla escucharlo cuando describe cómo eran sus veranos de niño cuando ayudaba a su padre a vender barras de hielo por las calles en aquel triciclo que iba dejando por los pueblos un goteo que era la clepsidra de la necesidad. Las barras de hielo envueltas en sacos de arpillera sobre sal, su padre sabía —y él aprendió pronto— que la venta no podía durar mucho, porque podían volver a su casa con una ganancia de charcos en el abollado suelo de chapa del vehículo. Fueron tiempos muy duros pero a él le sirvieron para aprender en un verano que en la vida no puedes dormirte, y que al fin muchas de sus circunstancias son eso, una barra de hielo que no puede esperar mucho. 

Supo, primero, mantener su negocio, que ya no tenía nada que ver con las barras de hielo, y después, vender a tiempo su mercancía. Me contaba un día cómo aprendió a excusarse con los amiguillos que manejaban dos duros y tenían para helado, cine, pipas y unos cigarrillos. Decía que con los helados le dolían los dientes, que fumar se lo prohibía su padre y que el cine le aburría. Se quedó en una isla adolescente sin más remedio que las pipas y evitaba cuando los amigos decidían ir a una de romanos o a comprar entre todos un paquete de Fetén.


Después le fue muy bien, aunque ni presumió de rico ni escondió las barras de hielo. Supo invertir, compró casa en la costa para irse a veranear con la familia y restauró una casa señorial en la ciudad. En esos años de costa hizo amistades caras con las que, por vecindad, tuvo que tratarse. Pero cuando empezaron a llegar las nubes de la crisis, sus negocios bajaron y la vida holgada empezó a entallársele en la cuenta corriente. Tuvo que vender varios locales comerciales que le rentaban al año lo que no ganaba ninguno de sus amigos, despidió a más de un cuarenta por ciento de la gran plantilla con la que levantó los negocios y, en fin, la casa señorial se quedó sin servicio y con la puerta más cerrada que abierta. Y si mantiene este lujoso apartamento de la playa es porque nadie ha venido a comprárselo, y a él le da vergüenza colgar un cartel de «Se vende». 

Me contaba el otro día que cuando sus amigos costeros —ricos de siempre— le dicen a salir a comer o a tomar copas, dice, más o menos, lo que decía en su niñez, aunque con lenguaje actualizado: «El médico me ha quitado el alcohol y las cenas; y las comidas, suavitas y mejor si son en casa, que es más fácil evitar los excesos». En el bar donde me lo cuenta veo que, en un rincón, alguien ha dejado una barra de hielo que está derritiéndose…

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