Turno cambiado. Antonio García Barbeito.

Iba todas las tardes, antes de salir al paseo con sus amigos, a ver a su abuela materna Mari Pepa. Llegaba, le daba el beso que nunca le daba a su madre, la abuela se rebuscaba bajo el delantal y le daba unas perras. No, él no iba por las perras, iba por el beso, iba porque el cariño se lo pedía. Cuando se casó con su novia de varios años, hizo lo que le decía Bernarda Alba a su hija Angustias, y a los quince días de la boda, cambió la cama por la mesa y después, la mesa por la taberna. Tres veces empreñó su mujer, pero a él no le cambiaron sus hábitos de amigos y casinos, fiestas, comilonas y, en fin, esas sociedades que sin llamarse exclusivamente masculinas parecían —y estaban— cerradas a la mujer. Raro era verlo con su mujer y sus hijos, a menos que mediara un festivo local, y sólo a ciertas horas. Los hijos eran para su mujer; para él, el trabajo y la taberna, los amigos en la tertulia o en algún viaje a la capital, a ver una revista sinvergonzona o una película de estreno, preferiblemente, subida de tono.


Ha pasado el tiempo. Los hijos crecieron, se casaron, y él se jubiló de todo: del trabajo, de la taberna, de los amigos —no por enemistad sino porque ya la vida era otra para todos y la edad pedía hogar—, de los viajes… Fueron naciendo sus nietos y él empezó a encontrar en los chiquillos algo que no había buscado en sus hijos. Si jamás se le vio llevar en brazos a ningún hijo, ahora iba, cuasi sin poder, meciendo por la calle a los hijos de sus hijos, mostrándolos a los vecinos como espigas del mismo trigal, señalándoles parecidos con alguno de la casta, apartándolos con esa manera tan suya y alegre que tienen en la tribu: «Mira…, éste no pierde la pinta de mi gente, fíjate, que tiene la misma cara de mi Fulano…» Va de abuelo con sus nietos como nunca fue de padre con sus hijos. Va a llevarlos al colegio, a recogerlos, les compra en el quiosco todos los caprichos, siempre tiene monedas en el bolsillo para dárselas, aparta un pico de la paga para ir juntándoles para los Reyes, y ni se los suelta de su mano ni deja de besarlos cada vez que puede. Y más de una vez, cuando se queda a solas con ellos, se acuerda de su abuela Mari Pepa, que tanto le consentía. Si a sus hijos les reñía o les zurraba si corrían por la casa, a los nietos, si le rompen el periódico que lee o le apagan el televisor que está viendo, les ríe las gracias, y aun se enfrenta a sus hijos si éstos reprenden a los chiquillos. Dice que ser abuelo lo hace padre de sus nietos, y de camino, el padre que no fue de sus hijos.

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