Aquellos maravillosos fondos. Ángela Vallvey.


¿Quién no se acuerda de aquellos maravillosos fondos?. Me refiero a los Fondos Estructurales con los que la Unión Europea repartió una lluvia de millones sobre sus parientes pobres: España, Grecia, Irlanda y Portugal. Curiosamente los mismos países que luego terminamos siendo lo que los economistas anglosajones (cuyas patrias están peor que nosotros, recordemos) denominaron con muy poca gracia los PIGS, los cerdos de Europa, un acrónimo formado con las iniciales de Portugal, Irlanda, Grecia, Spain. Países deficitarios, con una balanza de pagos menos equilibrada que una adolescente con sus primeros taconazos; con desempleo estructural (en España, un mínimo de 2 millones de trabajadores desempleados siempre, sean cuales sean las circunstancias económicas, en tiempos de bonanza o de recesión), con una tremenda burbuja inmobiliaria (venga, Pepe, que ya «somos Europa», que hemos prosperado, súbele cinco millones más al precio del piso, que en euros se nota menos y siempre hay quien pica, y al fin y al cabo sólo estamos a quinientos kilómetros del centro de Madrid…); con un endeudamiento brutal, del estado y de los particulares; con carencias extraordinarias en investigación y educación. Etc. Una piensa si nuestro crecimiento, que ahora sabemos falso, inflado, no fue consecuencia de aquellos maravillosos fondos que nos «regaló» la UE (Aznar los negociaba a cara de perro, verbigracia).
Éramos el pariente pobre que recibe una millonada del tío que emigró a Alemania y se hizo rico, y que como buen carpanta, poco acostumbrado a la tripa llena, en vez de racionalizar las cuentas empieza a tirar la casa por la ventana hasta que se queda otra vez como estaba. Bueno: no como estaba, sino mucho peor que estaba, porque no hay nada más terrible que haber tenido y haber perdido. Una vez que adquirimos vicios y hábitos de derrochadores, volver a la escasez se nos hace imposible. España fue el país que más dinero recibió de aquel maravilloso «Fondo de Cohesión». Los ricos de Europa nos regalaron mucho dinero (y aún seguimos cobrando un poquitín) con la idea de que, al desarrollarnos con tales fondos, nos convirtiésemos en un flamante mercado donde ellos pudiesen, a cambio, recuperar también un día su parte.

Pero nosotros, en vez de aprovechar con juicio los millones recibidos, nos comportamos como los pobres de la película de Buñuel, «Viridiana», y nos pegamos un atracón y quisimos más, y más. Lógico, no teníamos práctica, ni tradición. Agarramos la pasta, ejecutamos la orden que nos dieron (estúpida, aunque sólo sea por motivos culturales) de arrancar viñedos y olivos, hicimos algunas carreteras (menos mal), nos gastamos el parné sin pensar que había un mañana y poco más de una década después nos encontramos con que dejamos de ser el sueño europeo para transformarnos en cebones volantes que se han dado finalmente el culetazo contra el fango de la cruda realidad. Yo me pregunto si aquellos maravillosos fondos no nos invalidaron hasta el punto de que ahora nos impiden levantarnos y echar a andar pues ya hemos perdido la costumbre, si alguna vez la tuvimos.

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