Gobierno de guardia. Ignacio Camacho.


UN daño colateral veraniego de la crisis consiste en que este año el Gobierno no toma vacaciones. Cuando la clase política se va de veraneo no sólo descansan sus alumbrados miembros, sino que nos permiten a los ciudadanos descansar siquiera por un mes de ellos. Pero cuando los asesores de imagen dictan que son tiempos de escenificar sacrificios la dirigencia pública se queda vivaqueando a medio gas en los despachos para aparentar una cierta solidaridad con el pueblo; eso significa que mientras la gente trata de desconectar en la playa de sus preocupaciones cotidianas sigue habiendo en las oficinas del poder un montón de tipos conspirando contra su tranquilidad, y que las sorpresas desagradables pueden llegar antes del otoño. «Otoño caliente», que se decía en la transición, un tópico del que desde entonces a los sindicatos les resulta difícil desprenderse. Este año, tal como se presenta el curso, la otoñada nos puede dejar más bien helados.
La culpa de que el Gobierno no descanse —una idea inquietante tratándose de gente tan propicia a la ocurrencia— la tiene la opinión pública, que tiende a exigir gestos de sobreactuación a los dirigentes. Si se van de vacaciones se les reprocha desafección e indiferencia hacia el sufrimiento de los ciudadanos, sin tener en cuenta que es mucho peor que se queden de guardia. Amén de que con 56.836 teléfonos móviles —la mayoría conectados a internet— al servicio de la Administración del Estado, da igual dónde se encuentren los altos cargos: te pueden montar un lío desde cualquier parte del planeta. Quizá por eso el jefe de la oposición se ha desentendido de la escenificación de la vigilia y se ha largado de Madrid con tanta prisa que olvidó abrocharse el cinturón del coche; pensará que de todas maneras no le van a dar tregua. En teoría si Zapatero se queda tendría que ser Rajoy el que permaneciese cerca echándole el aliento en la nuca, pero el gallego es hombre de tensión baja y metabolismo lento que nunca ha destacado por su atención a las apariencias y simulaciones. En eso se diferencia del presidente, capaz de cualquier cosa por un gesto rentable. Sorprende al respecto que todavía no hayan salido los portavoces de turno a reprocharle al líder del PP su escaso apego al estajanovismo. Ocurrirá; agosto es largo.
Yo no sé ustedes, pero a un servidor le resulta mucho más inquietante andar por esas playas de Dios sabiendo que en Madrid sigue encendida la lucecita de Moncloa. Pensar en un país sesteando a la bartola mientras Zapatero está despierto, maquinando estrategias —bueno, estrategias es un decir, dejémoslo en tácticas— en la soledad del estío, resulta un panorama de lo más desasosegante. Quizá la oposición debiese de reconsiderar su letargo canicular; a este Gobierno sólo le hace falta que los adversarios le otorguen la ventaja de la modorra.

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