Maestro en verano. Antonio García Barbeito.

Habíamos salido de la última clase y en casa habíamos dejado —en cualquier sitio— el bolso escolar con los mismos pocos libros y el mismo cuaderno. Por delante se abrían casi tres meses sin escuela, aquel hermoso recreo que iba de junio a septiembre, un recreo que celebrábamos como la grande y larga fiesta local, aunque el verano viniera reclamándonos en tajos de tareas infantiles. Dejar la escuela era, para muchos, una liberación, más por la disciplina que por el aprendizaje, más por la autoridad del maestro que por la autoridad de los números y las letras. Dejar la escuela suponía también dejar de hablar de don y dejar de guardarse palabrotas y entrar en un territorio distinto en el que no había más exámenes que cómo coger el cabo de la herramienta o cómo aparejar una burra. Lo demás, juego y albercas, pelota, panderos y río. Y por la noche, paseo y muchachas que empezaban a inquietar la mirada adolescente. Y el cine, abierto como todo en el verano.

En aquel tiempo de vacaciones, ningún chiquillo se acordaba de la escuela. La escuela era un olvido temporal que sólo se nos aparecía como un «memento, homo» cuando la figura del maestro cruzaba por la calle donde jugábamos —«Buenas tardes, don Manuel»—, el bar donde jugábamos al billar o el camino por el que íbamos en busca de una alberca. La siempre respetada figura del maestro nos devolvía a la escuela, y nos hacía caer en la cuenta de que sólo faltaban treinta y dos días para volver. Y aquello a mí me entristecía, por más bueno que fuera para mí. Cruzarme con el maestro en verano me rompía el ánimo libre —libre incluso de pensamiento escolar—, me recordaba que todos los agosto tienen su septiembre, y que ya no tardaba en llegar aquella coincidencia mañanera en la que a la hora en que organizábamos la cartera para la escuela, en alguna alcoba del pueblo una chiquilla forastera estuviera haciendo su maleta de regreso.


Para pena mía, ya no tengo recreos ni maestros que me recuerden que vendrá septiembre. Por desgracia, tengo algo peor: políticos que se empeñan en desbaratarme la paz del verano, que se me meten en el telediario, en los periódicos, en la radio, y me recuerdan que por más que agosto se me ofrezca íntimo de amigos, ellos existen, están ahí, sin desperdiciar ocasión de empañarnos el periódico del desayuno, la radio, incluso el paseo feliz por una calle en la que no los imaginas. Están ahí para recordarnos, con tristeza, que septiembre existe. Con lo bien que podíamos pasarlo, sin saber nada de ellos, en este recreo de agosto.

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