Alá ha vencido

Cuando, pasada ya la medianoche del lunes, la voz semiasfixiada de Sadam daba a sus tropas la orden de «replegarse triunfantes» hacia sus fronteras, el ejército iraquí era poco más que una atroz desbandada, una mortífera fuga de hombres enloquecidos, a los que un largo mes de bombardeo sistemático redujo a la condición de bestias subterráneas. Millares de ellos buscan ya sólo alguien a quien poder rendirse. Rendirse: recibir una dosis de agua, algún alimento... Sobre todo, no caer en las manos de la Guardia Republicana: tiro en la nuca al desertor, para el vencido sólo «abismos de vergüenza y tiniebla». 

Tampoco, en manos de unidades kuwaitíes. Algo inequívoco en su memoriales dice, con absoluta certidumbre, que la barbarie de estos siete meses sobre la población del emirato, hace de ellos, para sus habitantes, sólo alimañas exterminables. Enloquecidos por la avalancha de estruendo y fuego, hostigados, hambrientos -tal vez también asqueados de su propio papel de matarifes, torturadores, saqueadores de población civil..., para nada-, otean el horizonte en busca de ese alguien omnipotente que tenga a bien hacerse cargo de ellos. No importa ya nada la humillación que el jefe, desde Bagdad, invoca; sólo salir del horror, del pánico incontrolable ante el previsible sufrimiento y la probable muerte. 


Ni patria ya, ni honor del pueblo árabe, ni Alá con todos sus querubines, ni madre delas batallas, ni cielo de los guerreros, ni tiniebla sin fondo de los cobardes; quizás ya ni aun siquiera consciencia de ser algo más que un pedazo de carne maltrecha, enloquecida por el miedo, exhausta, roída por el hambre, la sed y la amargura..., pero todavía viva. Aún no muerta. No quieren morir. No. Nadie quiere eso. Pasada ya la medianoche, el Rais habla, invoca a su estúpido Dios, en su estúpido lenguaje resonante de canalla que ha enviado a medio millón de hombres sencillamente a hacerse masacrar, sin la menor opción, en nombre suyo y que ahora quiere sólo que retornen -«triunfantes», dice «triunfantes»-, con sus armas, para mantenerlo a él vivo, como siempre han hecho, al coste que fuere necesario. 

Porque él está vivo. ¿No es acaso ésa una gran victoria? Claro que sí, la más grande. Todos se habrán podrido miserablemente, todos habrán sido triturados, abrasados, despedazados por las bombas; todos habrán también sido antes, en su nombre, innobles verdugos, cuando fue la hora de torturar y masacrar a la gente desarmada, antes de huir al primer embate del fuego real. Pero él está vivo. ¡Es grande la bondad del Altísimo! Habla, ronco tal vez de emoción sincera, a través de la radio. Lo interrumpe -en el momento de proclamar el «fortalecimiento de la fe en los Estados heroicos»- el atronar de las sirenas que anuncian otro bombardeo más sobre Bagdad. Acaba ya; su voz retumba: «¡Cuán dulce -concluye- es la victoria, con la ayuda de Alá!».

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