Marcelino Camacho, adiós al retrato de la decencia política.


Con el fallecimiento de Marcelino Camacho, España comienza a cerrar una página de su historia que cada día nos queda más lejana; la famosa transición hacia la democracia.

Y es que la democracia, por aquel entonces, era un futuro ilusionante, desconocido y esperanzador gracias a políticos como Adolfo Suárez, Tierno Galván, Gutierrez Mellado (aunque él mismo se definiese como militar y no político) y Marcelino Camacho entre otros.

Era D. Marcelino de aquella escuela que creía que la política es un honor y una obligación y no un negocio lucrativo... ¡qué pocos quedan de su condición!

De joven solía seguir con especial interés sus palabras, nunca carecieron de honestidad, rigor y compromiso. Descanse en paz Don Marcelino, se va con usted parte de mis ideales y me quedo huérfano en este sitio terrenal que cada día se diferencia, más y más, al que usted y yo compartimos como un sueño, un abrazo camarada.

Os dejo un artículo de nuestro habitual Ignacio Camacho, redactor de ideología cercana a la derecha que no tiene reparos en reconocer el mérito de aquel que no pensó como él, en el que se describe con mucha objetividad lo que fue y representó Marcelino Camacho para muchos españoles en su momento.
El hijo del ferroviario.

CUANDO los socialistas esperaban cruzados de brazos que Franco se muriese de viejo y la dictadura se desplomara como un castillo de arena, Marcelino Camacho Abad daba vueltas por el patio de Carabanchel con un jersey de punto que le tejía su mujer para abrigarlo del frío y la soledad de la cárcel. Pasó entre la prisión, los campos de trabajo y el exilio muchos de los años que otros dedicaron a estudiar carreras con becas del Régimen, y el tiempo que estuvo en libertad lo dedicó a organizar un sindicato clandestino que discutía convenios y salarios con los jerarcas del verticalismo. Nunca se sintió un héroe ni un líder de masas sino un dirigente obrero que cumplía con su deber, y cuando la democracia le restituyó con honores y medallas la dignidad que el franquismo había tratado en vano de quitarle no cedió a la tentación de la comodidad ni del aburguesamiento y siguió viviendo con la frugal humildad que había mamado: en un piso modesto y con un tren de vida sin lujos ni estridencias. Marcelino, el hijo de ferroviario, el camarada trabajador del metal, jamás habría hecho ordinaria ostentación de una mariscada.

Camacho fue un comunista honesto y una persona decente cuya humanidad le granjeó respeto general por encima de sus creencias y de su militancia. Y sobre todo, fue un hombre que supo perdonar. La defensa de la ley de Amnistía en el Congreso de los Diputados lo dejó retratado ante la Historia como uno de los símbolos de la reconciliación y la concordia democráticas. Si alguien tenía motivos para el resentimiento era él, que apenas vio crecer a sus hijos entre condena y condena; sin embargo alcanzó a entender la oportunidad que el perdón mutuo ofrecía para abrir la puerta de la libertad, y se tragó sus sentimientos —que no sus ideas— para favorecer un pacto de convivencia. Forjado en el marxismo más estricto y combativo, se reconvirtió en un pragmático de la negociación y del diálogo. Luego le rebasó el tiempo de una modernidad que acaso nunca llegó a entender, pero envejeció sin maltratarse a sí mismo y tuvo la intuición de dar paso a una generación de sindicalistas de otra formación y otro talante. Por eso Comisiones Obreras ha sobrevivido a la hecatombe de un PCE que no logró entender su papel en una izquierda dominada por la hegemonía de la socialdemocracia.
Ni el más acérrimo anticomunista podría negar el ejemplo de coherencia en que Marcelino cimentó su indiscutible prestigio social y humano. De todas las figuras de la Transición quizá no fuese de las más brillantes pero es difícil encontrar una más honrada. Luchó por sus convicciones con generosidad y respetó al adversario con una nobleza que hoy no se estila. En esta política bronca y cabritera ha desaparecido el idealismo que impulsó a aquellos hombres honorables. Y cómo se nota

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