Las profesiones sedentarias son un peligro para el cuerpo

Hay una crítica literaria volandera, flor de un día o del diario que mañana ya no estará en el puesto de periódicos. Quienes la practican, suelen renunciar a descubrir, por motivos de lugar y tiempo, los mecanismos ocultos de los poemas y relatos; ni siquiera se aventuran, víctimas de una equivocada o justa humildad, a ejercer de espejos sobre los que fulgure el presumible esplendor de la escritura ajena. Han asumido la función crítica como el arte de manejar y repartir adjetivos y son más precisos y prácticos cuando menos recurren a disfraces teóricos o retóricos. 

Los mejores se convierten en catalizadores del sentido común y alumbran epítetos que los sintetizan en pocas sílabas: ningún calificativo abundó tanto en las reseñas literarias de los años 60 como la voz lúcido. No había autor bien arropado que no poseyera el don de la lucidez. Pero, aunque no lo parezca, una enciclopedia acecha detrás de cada adjetivo: el diccionario, como un horóscopo imprevisto en el que las palabras son los astros, nos avisa que los lúcidos son brillantes y claros en el razonamiento y la expresión, dotados de agudeza, de ingenio y desembarazo para desenvolver tesis increíbles. 

Una simple etiqueta -lúcido- transparentaba una concepción del escritor entendido como oráculo y vidente, capaz de discurrir con extraordinaria perspicacia. La literatura, dentro de la tradición del Siglo de las Luces, surgía como foco de inteligencia frente a la negra brutalidad franquista.


Se resaltaba la excepcionalidad del literato: lucidez también significa intervalo de calma y juicio en mitad de dos accesos de locura o fiebre; en años en los que el mundo entero era un hospital, el sentido común ilustrado atribuía el papel de médico a novelistas, ensayistas y poetas. En los 70, el mundo fue un hospital donde todos deseaban cambiar de cama. En Europa, 1970 empezó en mayo de 1968 e inauguró una década de episodios tan rutilantes como la caída de las dictaduras en Grecia, Portugal y España. Un crítico lúcido enarboló entonces el adjetivo corrosivo, y los lectores y espectadores tuvieron un rótulo para colgárselo a libros, películas, piezas de teatro e incluso esculturas. El arte de calidad era afilado, mordaz, agresivamente irónico, incisivo; una sustancia que en contacto con la realidad aborrecible la alteraba y desorganizaba. 

Llegaba, tras la reflexión, la hora de los hechos heroicos. Cuando, ya en los 80, las clases más o menos cultivadas aceptaron al unísono que el mundo no es inhabitable sino inevitable, acabaron por darles la razón a sus mayores; no hay nada como ser rico y egoísta. Mientras los residuos de la cultura casuística se evaporaban sobre la carrocería blindada del tanque, críticos corrosivos y lúcidos reconocían y desempolvaban la cara agradable de la literatura: un libro debía ser tan animado como la cancha de tenis o la discoteca. Una novela es útil si actúa como un alegre pasatiempo, un poema funciona si me resulta divertido. La fábrica de los adjetivos lanzaba divertido, la marca estética y crítica de la nueva edad. Los que pensaban que la literatura es un modo de jugarse el tipo, veían identificada, al pie de la letra, tan romántica idea: una profesión sedentaria y alejada de los gimnasios y el aire libre ha de ser, sin duda, un peligro para el cuerpo.

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