Había una vez un pobre y siete ricos
EL hielo se derrite y el rompehielos se mueve», declaró el primer ministro británico, John Major, al final de la «cumbre» de los siete países más industrializados en Londres el pasado miércoles. «Mijail Gorbachov se ha comprometido de manera irrevocable a favor del cambio», comentó el presidente estadounidense, George Bush. Major, Bush y el primer ministro japonés, Toshiki Kaifu, impidieron una ayuda más decisiva y concreta de los «siete grandes» a la URSS, como habían solicitado Alemania, Francia e Italia. La demostración más clara fue cuando los tres primeros rechazaron aumentar el límite de fondos que la URSS está autorizada a retirar del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD). Ese límite está estipulado hoy en unos 40 millones de dólares anuales, cantidad irrisoria para las necesidades soviéticas.
El francés Jacques Attali, presidente del BERD y firme partidario de levantar ese límite, se lamentaba: «Gorbachov se encuentra al borde de una piscina, rodeado de fuego por todas partes, y Occidente le pide que se tire sin miedo. Gorbachov no ve agua suficiente para nadar, así que se resiste y pide que le pongan más agua». La división era tan profunda que los dirigentes italiano, Giulio Andreotti, y francés, François Mitterrand, se quejaron públicamente de lo poco y tarde que Occidente está respondiendo al gigantesco reto de la transformación soviética, en la que, como dijo el presidente francés, «todos nos jugamos la paz».
Para Andreotti, resulta incoherente pedir a los soviéticos una economía de. mercado y una disciplina fiscal y monetaria estricta, y no admitirlos como miembros de pleno derecho en el Fondo Monetario y el Banco Mundial, las instituciones capaces de exigir y ayudar a implementar esa disciplina. Bush, Major y Kaifu dan la vuelta al argumento para rechazar cualquier ayuda masiva a la URSS: no se puede integrar la economía soviética en el mercado internacional -dicen- mientras no sea un verdadero mercado. El debate cada día se parece más al absurdo interrogante de qué fue antes, el huevo o la gallina. En sus conversaciones bilaterales y en el encuentro con los siete jefes de Estado y de Gobierno de los países más ricos (a los que hay que añadir el presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, y el presidente del Consejo Europeo, este semestre el holandés Rud Lubers), el dirigente soviético, Mijail Gorbachov, reiteró su firme disposición de transformar la economía de mando administrativo que sigue vigente en la URSS en una economía de libre mercado. Es un compromiso fundamental, pues, como dijo Major en más de una ocasión durante la «cumbre», «estamos dispuestos a cooperar, pero toda cooperación será inútil si no hay voluntad política en la URSS». Los seis puntos de la respuesta a Gorbachov son una declaración de buenas intenciones, sin un solo compromiso concreto de ayuda contante y sonante.
El estatuto de asociado en el FMI y el Banco Mundial permite a Gorbachov contar a partir de ahora con asesoramiento técnico de estas instituciones, pero no le da derecho a recibir préstamos o créditos. Las ofertas concretas de ayuda técnica en el sector energético, alimentario, nuclear y de transporte son muy imprecisas. El compromiso principal -abrir los mercados occidentales a las exportaciones soviéticas- requiere previamente un acuerdo internacional para la liberalización del comercio agrícola, del sector servicios, de la propiedad industrial y del acceso global a los mercados. Posiblemente el resultado principal de la reunión de Londres sea la obligación contraída por sus participantes de cerrar antes de fin de año la «ronda Uruguay» del GATT, donde se debaten estos problemas desde 1986.
En la «cumbre» del 90 los «siete grandes» contrajeron un compromiso similar, que nunca cumplieron. La novedad, esta vez, es que se obligan también a volver a reunirse si la negociación sobre las reglas de juego del comercio mundial siguen empantanadas en Navidad. Mijail Gorbachov regresa a Moscú con grandes sacas de consejos y ni un nuevo cheque, pero sería inexacto afirmar que vuelve con las manos vacías. El anuncio de una nueva reunión con George Bush en Moscú para el 30 y 31 de este mes, la casi segura firma en ese encuentro del primer tratado de reducción de armas estratégicas y la invitación que ya ha recibido del canciller alemán Helmut Kohl, anfitrión de la «cumbre» del 92, para estar presente de nuevo en el primer foro político del sistema internacional de los 90 le convierten en el octavo miembro del club más cerrado del mundo. En cuanto a la ayuda occidental y japonesa, con ser importante, resultaría ineficaz para resolver los problemas internos soviéticos si no va precedida de dos acciones en la URSS: un acuerdo entre el gobierno central y las repúblicas que aclare responsabilidades y competencias, y la puesta en marcha de un plan masivo de transformación del sector militar al sector civil.
«Palabras y promesas están muy bien, pero hacen falta hechos, acciones», decía Kaifu horas antes de iniciarse la «cumbre» de. Londres. Su desconfianza la comparte hoy la mayor parte de los observadores que han seguido de cerca los errores, bandazos y zigzagueos permanentes de Gorbachov desde que prometió una reforma económica radical hace cuatro años. Sin un acuerdo entre el gobierno central y las repúblicas, es inútil esperar grandes inversiones de Occidente, pues nadie sabe si lo que se firma hoy valdrá mañana. Sin una reducción drástica del sector militar, que absorbe todavía entre un 20 y un 30 por ciento del presupuesto de la URSS y el 70 por ciento de sus científicos más cualificados, dar dinero a los soviéticos es alimentar su máquina militar y, casi con toda seguridad, reducir los incentivos para que se aceleren las reformas. «Los retos que afronta Gorbachov son formidables, pero las oportunidades, si tiene éxito, son ilimitadas», comentaba el primer ministro británico, el único novato de este año en la reunión londinense.
Transformar, como ha escrito Leyla Boulton, especializada en los cambios de la URSS, «una economía de armamento en una economía de desarme» choca con cuatro murallas difícilmente franqueables: la burocracia que se resiste a perder sus privilegios, el miedo al paro masivo en muchas compañías; el elevado costo de la operación; y el convencimiento de la jerarquía militar y del aparato del PCUS de que se trata de una operación estratégica de Occidente para borrar a la URSS del mapa como superpotencia militar, el único escenario donde todavía es superpotencia, pues su PNB empieza a ser comparable o inferior al de Italia. Aunque se trate de un acuerdo histórico, la reducción en un 30 por ciento de las armas estratégicas de EEUU y la URSS que Bush y Gorbachov se han comprometido a firmar en Moscú a finales de mes tiene una lectura muy diferente entre los soviéticos y entre los occidentales. Para muchos soviéticos, aceptando concluir nueve años de negociaciones START, Gorbachov debía haber exigido una compensación económica de Occidente mucho más sustancial. Esta actitud, que en Occidente nos suena a chantaje, es el pan diario en el comportamiento de los soviéticos, así que a ellos les parece de lo mas natural.
Terminada la guerra fría, la gran amenaza para los soviéticos no es la guerra nuclear sino el desastre económico. De ahí que muchos vean en el acuerdo de reducir las cabezas nucleares estadounidenses de 12.000 a 9.000 y las soviéticas de 11.000 a 7.000 «otra concesión a cambio de nada» como las efectuadas en los acuerdos sobre eliminación de euromisiles instalados en tierra (1987) y sobre reducción de fuerzas convencionales en Europa . (1990). El acuerdo entre gobierno central y repúblicas, que el 23 de abril parecía posible tras la firma de un borrador por Gorbachov y 9 presidentes republicanos, se ve hoy amenazado por diferencias profundas entre las principales repúblicas -Rusia, Kazajstán y Ucrania- y el centro sobre competencias fiscales, control de fábricas y estatuto final de las repúblicas y provincias autónomas que pueblan y dividen cada una de las repúblicas federales. Al depender del Tratado de la Unión la elaboración de una nueva Constitución y las primeras elecciones legislativas y presidenciales libres, en principio previstas para la segunda mitad del 92, toda la reforma política y económica está de nuevo en el alero. «Si Occidente quisiera realmente ayudar a reformar la URSS y Europa Oriental, debería abrir sus mercados agrícolas», escribía el jueves el economista británico Samuel Brittan en el Financial Times. «Esto valdría más que miles de millones en ayuda y, además, beneficiaría a los consumidores occidentales y ayudaría a desatascar las negociaciones del GATT». De nuevo, el futuro de la URSS, del Este -y del Tercer Mundo, habría que añadir- dependen de que EEUU, Japón y la CE (Francia y Alemania sobre todo) pongan su casa en orden.
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