La miseria de nuestros políticos

La verdad es que no nos dijeron nada y que no nos enseñaron nada. Todo tuvimos que inventarlo, con lo cual se sentaron las bases de una pedagogía del espontaneísmo que se volvieron, a la larga, contra los encubridores. Y fue mejor así. Porque nadie te cuenta qué es el amor, cómo funciona, dónde acaba la simple sensoria 1idad -física y motriz- y dónde la celestial música. 

Y acabas por creártelo a tu medida, con su mitología precisa y sus zonas de sombra y desasosiego, pero también con sus fulgores irrepetibles... En estas circunstancias de desconcierto, el enunciado de una necesidad, «haz el amor y no la guerra», se tomó como bandera de una generación y se convirtió en una filosofía programática de la subversión. No estará de más señalar, en estos momentos, la actualidad plena de aquel lema. Hoy más que nunca, desde su desafiante radicalidad, «no hagas la guerra» es un mandato que condensa la única ética posible frente a la infamia: la ética del rechazo y la insubordinación. «Haz el amor» pudiera ser lo de menos si no fuera porque tan saludable práctica está siempre del lado del júbilo y la vida. Mas en ese enunciado surgían otras dudas, cuando menos metodológicas, por no decir existenciales y políticas. 


El lenguaje es traicionero y su funcionalidad, una trampa de efectos imprevisibles. Así que lo primero era desmenuzar el significado de ese señuelo inverosímil, «haz el amor» y lo segundo, como consecuencia lógica, separar las impurezas de una superestructura ideológica, de la obviedad de un acto físico. Un lío del que ni siquiera Wilhem Reich venía a desenredarnos. El amor, en cualquiera de sus versiones o significaciones -en unas más que en otras- era un apéndice, una excrecencia de las miserias de nuestra vida política. Todo era político y desmesurado y yo mismo llegué a publicar un libro tremendo sobre amores, alienaciones y otros derivados, con las benéficas sombras de Gramsci, Pasolini y Julián Grimau al fondo. No recuerdo muy bien cuál pudiera ser la relación entre los tres, pero lo escribí. Una muestra de aquellos versos: «el amor era el último reducto de la dignidad/ Decid quién pudo amar sin sentirse culpable». Evidentemente era falso lo primero (lo de la dignidad) y falso lo segundo (lo de la culpabilidad). 

Pero daba un tinte dramático a la descripción de la época. Además, un error más, en un clima de errores y falsedades, era la aportación imprescindible al desconcierto general. Por otro lado, estas torturantes imprecisiones derivaban, quizá, de una vaga sospecha de que el amor tenía que ver bastante con ciertas sensaciones biológicas de placer. Y como resulta que la práctica del placer puede ser -y lo es- una senda hacia la libertad, todo volvía a enmarañarse sin remedio. Somos herederos de un caos y, paradójicamente, de un esquema ordenancista y cuartelero. 

Uno recordaba aquello de que el amor, el trabajo y el saber son las fuentes de la vida y que, por lo tanto, debieran gobernarla. Pero no era suficiente. Resultaba inevitable desembocar en conceptos como neurosis, insatisfacción colectiva etc...sobre los que planeaban, otra vez, las tesis de economía sexual de Wilhem Reich. En consecuencia, quienes se sentían desgraciados no sabían si era por la imposibilidad de un amor pleno o por la dificultad de fornicar con una razonable sensación de júbilo y de gozo. O sea que oscilaban entre el misticismo de Teresa de Avila- Juan de la Cruz, la locura de Reich y el convulso sentimentalismo de los «Veinte poemas de amor una canción desesperada nerudianos. Lo cierto es que seguimos sin saber de qué va la cosa. Que el amor puede ser una cuestión de secreciones, glándulas, temperatura de la piel y capacidad de reacción química de dos cuerpos, es una posibilidad nada desdeñable. 

O un estado de hipertrofia del ánimo -y de algunas partes del organismo- que alcanza su cumbre en la comunión de los cuerpos. Una comunión menos abrupta y genésiaca, y más liviana, que la exaltada por Neruda en sus poemas: «mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ y hace brotar el hijo del fondo de la tierra». En cualquier caso, todas estas circunstancias fueron revelaciones válidas para olvidarnos de dos cosas: de la incertidumbre que en el cuerpo nos metieron las meditaciones ignacianas y del patetismo de la heroína de Lorca, Mariana Pineda, cuando clamaba: «amor, amor, y eternas soledades».

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