Las dos Españas. Jose María Carrascal.

NO me refiero a las de siempre, a la de izquierdas y a la de derechas, a la clerical y a la laica, a la centralista y a la periférica, que desde hace siglos vienen peleándose con ánimo cainita y una de las cuales ha de helarnos el corazón a los españoles, como dijo el poeta. Me refiero a la España trabajadora y a la ociosa, a la que se esfuerza y a la que holgazanea, a la que piensa y a la que vegeta, a la que brega y a la que espera la sopa boba. Porque esas dos Españas existen, conviven, por completo al margen de los idearios políticos o de las clases sociales. Las encontramos en todas las profesiones, oficios, partidos e incluso familias, resultando fácilmente reconocibles. Unos españoles se vuelcan en su trabajo, procuran hacerlo lo mejor posible y sacar el máximo provecho de ello. Otros centran su interés en el ocio, considerando el trabajo una carga, que procuran eludir en lo posible, sin que ello les cree el menor problema de conciencia. Suelen ser también los que más protestan, los que más reclaman, los que faltan a la oficina o al taller con cualquier tipo de disculpa, los que se buscan atajos para ascender, los que se las ingenian siempre para no dar golpe. Entre los ejemplares destacados de la especie está el sindicalista «liberado» de currar y el empresario que, más que producir, anda a la caza de las subvenciones gubernamentales o comunitarias. También merecen mención el que se ha agenciado un puestecillo cómodo gracias al carné y el que hace millones gracias a las conexiones con las altas esferas de los partidos.
Esas dos Españas han existido siempre, siendo una de las principales causas de nuestro retraso secular, ya que un país donde una buena recomendación vale más que un buen currículum no podrá nunca competir con otro que premia el esfuerzo y la preparación. Lo más grave es que cuando creíamos habernos convertido en un país moderno, con una democracia, que es responsabilidad, arraigada, la España de la holganza y el enchufe ha crecido desmesuradamente en las últimas décadas, causando que incluso aquellas regiones tenidas por laboriosas y productivas han sucumbido a la mal llamada cultura del ocio y el favoritismo. Hasta qué punto ha contribuido a ello el Estado de las Autonomías en un país de fuerte arraigo gubernamentalista como el nuestro no me atrevo a calibrarlo en un espacio tan escaso como el de una «postal», pero que la proliferación de la clase política y el crecer de la burocracia lo ha fomentado salta a la vista. Estamos viendo como en Cataluña se gana hoy más dinero con buenas conexiones con el govern que montando una fábrica. Nada de extraño que hayan perdido potencia industrial.
Necesitamos sin duda una reforma del modelo laboral. Incluso van a imponérnosla nuestros socios europeos de no ser capaces de hacerla nosotros. Pero si la reforma se reduce a recortar la indemnización por despido va a servir de muy poco. Lo que de verdad necesitamos en una reforma de la ética laboral, de la moral del trabajo, premiando a aquéllos que se vuelcan en el suyo y castigando a quienes lo eluden. Pero eso, coincidirán conmigo, es mucho más difícil y más largo de conseguir que el recorte de las indemnizaciones.
Lo que tampoco es excusa para no poner manos a la obra, ya que la alternativa es volver a aquellos tiempos en que Europa terminaba en los Pirineos. O empezaba África. Es decir, a las dos viejas, pobres, orgullosas y peleadas Españas.

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